31 d’octubre del 2016

Orquídies de les Serres del Montsant i de la Mussara


Extraordinari llibre de format gran, on la fotografia macro és protagonista i el tema monogràfic són les orquídies que ens podem trobar al Montsant i a la Mussara.

Els quatre autors: Jaume Blanch i Estivill; Ramon Pere i Anglès; Ricard Ribas i Martín; i Biel Roig i Zàrate; fotògrafs, amants de les orquídies i del paisatge, situen geogràficament i geològicament les serres, fan una breu presentació de qui són i una justificació del per què d'aquest llibre:

Ja de per si, la bellesa amb què ens obsequien les orquídies del Montsant i la serra de la Mussara, és motiu suficient per dedicar-les-hi un bocinet del nostre temps de lleure. Les seves flors ens han captivat unes vegades pels seus colors, algunes pel seu perfum, altres per les seves formes; també pels indrets i paratges on es troben. És una crida que la natura fa sempre a totes aquelles ànimes dotades de prou sensibilitat i encuriosides per tot allò que el medi natural ens pot oferir d'irrepetible. El batec natural és un canvi constant i es mostra diferent en cada estació encara que es tracti del mateix paratge.

El pròleg va a càrrec de Jordi Bru, biòleg, fotògraf i gran expert en orquídies també. Destaca d'ells el gran coneixement que tenen del territori, d'aquests espais naturals dels quals n'han sabut captar l'essència mitjançant les imatges de les flors.

No és un llibre científic ni exhaustiu del món de les orquídies, tampoc no ho pretenen, sol volen mostrar la bellesa d'aquestes particulars flors  fent unes excel·lents explicacions del que saben els seus autors. 

I sobretot destaca la gran qualitat que tenen les imatges, amb les quals pots gaudir mirant-les una i una altra vegada. Un llibre que em servirà de guia, per conèixer aquestes flors que tant m'atrauen però que per a mi encara és un món gairebé desconegut.

23 d’octubre del 2016

Adrià explica la mort del seu estimat Antínoo, Memorias de Adriano




Mort d’Antínoo

El correo de Roma acababa de llegar; la jornada transcurrió en lecturas y respuestas. Como siempre, Antínoo iba y venía silenciosamente por la habitación; nunca sabré en qué momento aquel hermoso lebrel se alejó de mi vida. Hacia la duodécima hora se presentó Chabrias muy agitado. Contrariando todas las reglas, el joven había abandonado la barca sin especificar el objeto y la duración de su ausencia; ya habían pasado más de dos horas de su partida. Chabrias se acordaba de extrañas frases pronunciadas la víspera, y de una recomendación formulada esa misma mañana y que se refería a mí. Me confesó sus temores. Bajamos presurosamente a la ribera. El viejo pedagogo se encaminó instintivamente hacia una capilla situada junto al río, pequeño edificio aislado pero dependiente del templo, que Antínoo y él habían visitado juntos. En una mesa para las ofrendas, las cenizas de un sacrificio estaban todavía tibias. Cabrias hundió en ellas los dedos y extrajo unos rizos cortados.

No nos quedaba más que explorar el ribazo. Una serie de cisternas que habían debido de servir antaño para las ceremonias sagradas, comunicaban con un ensanchamiento del río. Al borde de la última, a la luz del crepúsculo que caía rápidamente, Chabrias percibió una vestidura plegada, unas sandalias. Bajé los resbaladizos peldaños: estaba tendido en el fondo, envuelto ya por el lodo del río. Con ayuda de Chabrias, conseguí levantar su cuerpo, que de pronto pesaba como de piedra. Chabrias llamó a los remeros, que improvisaron unas angarillas de tela. Reclamado con todo apuro, Hermógenes no pudo sino comprobar la muerte. Aquel cuerpo tan dócil se negaba a dejarse calentar, a revivir. Lo transportamos a bordo. Todo se venía abajo; todo pareció apagarse. Derrumbarse el Zeus Olímpico, el Amo del Todo, el Salvador del Mundo, y sólo quedó un hombre de cabellos grises sollozando en el puente de una barca.

Antínoo había muerto. Me acordaba de los lugares comunes tantas veces escuchados: se muere a cualquier edad, los que mueren jóvenes son los amados de los dioses. Yo mismo había participado de ese infame abuso de las palabras, hablando de morirme de sueño, de morirme de hastío. Había empleado la palabra agonía, la palabra duelo, la palabra pérdida. Antínoo había muerto.

Amor, el más sabio de los dioses... Pero el amor no era responsable de esa negligencia, de esas durezas, de esa indiferencia mezclada a la pasión como la arena al oro que arrastra un río, de esa torpe inconsciencia del hombre demasiado dichoso y que envejece. ¿Cómo había podido sentirme tan ciegamente satisfecho? Antínoo había muerto. Lejos de haber amado con exceso, como Serviano lo estaría afirmando en ese momento en Roma, no había amado lo bastante para obligar al niño a que viviera. Chabrias, que como iniciado órfico consideraba que el suicidio era un crimen, insistía en el lado sacrificatorio de ese fin; yo mismo sentía una especie de horrible alegría cuando pensaba que aquella muerte era un don. Pero sólo yo podía medir cuánta actitud fermenta en lo hondo de la dulzura, qué desesperanza se oculta en la abnegación, cuánto odio se mezcla con el amor. Un ser insultado me arrojaba a la cara aquella prueba de devoción; un niño, temeroso de perderlo todo, había hallado el medio de atarme a él para siempre. Si había esperado protegerme mediante su sacrificio, debió pensar que yo lo amaba muy poco para no darse cuenta de que el peor de los males era el de perderlo.


El monumento previsto en las puertas de Antínoo me parecía igualmente demasiado público, y por tanto poco seguro. Acepté el consejo de los sacerdotes. Me indicaron, en el flanco de una montaña de la cadena arábiga, a unas tres leguas de la ciudad, una de las cavernas que los reyes de Egipto utilizaban antaño como pozos funerarios. Un tiro de bueyes arrastró el sarcófago por la pendiente. Con ayuda de cuerdas se lo hizo resbalar por los corredores subterráneos, hasta dejarlo apoyado contra la pared de roca. El niño de Claudiópolis descendía a la tumba como un faraón, como un Ptolomeo. Lo dejamos solo. Entraba en esa duración sin aire, sin luz, sin estaciones y sin fin, frente a la cual toda vida parece efímera; había alcanzado la estabilidad, quizá la calma. Los siglos contenidos en el seno opaco del tiempo pasarían por millares sobre esa tumba sin devolverle la existencia, pero sin agregar nada a la muerte, sin poder impedir que un día hubiera sido. Hermógenes me tomó el brazo para ayudarme a remontar el aire libre; sentí casi alegría al,volver a la superficie, al ver de nuevo el frío cielo azul entre dos filos de rocas rojizas. El resto del viaje fue breve. En Alejandría, la emperatriz se embarcó rumbo a Roma.

Quando me'n vo, Sara Blanch


Memòries d'Adrià... fragments





Algunos hombres habían recorrido la tierra antes que yo: Pitágoras, Platón, una docena de sabios y no pocos aventureros. Por primera vez el viajero era al mismo tiempo el amo, capaz de ver, reformar y crear al mismo tiempo. Allí estaba mi oportunidad, y me daba cuenta de que tal vez pasarían siglos antes de que volviera a producirse el feliz acorde de una función, un temperamento y un mundo. Y entonces me di cuenta de la ventaja que significa ser un hombre nuevo y un hombre solo, apenas casado, sin hijos, casi sin antepasados, un Ulises cuya Itaca es sólo interior. Debo hacer aquí una confesión que no he hecho a nadie: jamás tuve la sensación de pertenecer por completo a algún lugar, ni siquiera a mi Atenas bienamada, ni siquiera a Roma. Extranjero en todas partes, en ninguna me sentía especialmente aislado. A lo largo de los caminos iba ejerciendo las diferentes profesiones que integran el oficio de emperador: entraba en la vida militar como en una vestimenta cómoda a fuerza de usada. Volvía a hablar sin trabajo el idioma de los campamentos, ese latín deformado por la presión de las lenguas bárbaras, sembrado de palabrotas rituales y bromas fáciles; me habituaba nuevamente al pesado equipo de los días de maniobra, a ese cambio de equilibrio que determina en todo el cuerpo la presencia del pesado escudo en el brazo izquierdo. El interminable oficio de contable me ocupaba aún más, ya se tratara de liquidar las cuentas de la provincia de Asia o las de una pequeña aldea británica endeudada por la construcción de un establecimiento termal. Del oficio del juez ya he hablado...

Marguerite Yourcenar

Ella sí que és una orfebre de les paraules

20 d’octubre del 2016

Una altra versió de les Variacions Goldberg de Glenn Gould




“Encorvado, siempre ensimismado, canturreando, el pianista canadiense rompió con su excéntrica personalidad las leyes que hasta entonces marcaban la pautaestética y escénica de los concertistas. Subía al escenario con el frac arrugado bajo una o varias bufandas, abrigo y mitones. Dejaba sus manos a remojo durante veinte minutos antes de tocar y siempre evitaba el contacto físico (a lo Howard Hughes) con extraños. Huía de la fama, de su público, y sólo encontró respiro en las herméticas salas de grabación.”

16 d’octubre del 2016

Pel Montsant, sense trobar la tardor








Poetic Harmony. Andrei Tarkovsky



...etéreo, hipnótico, embrujante... un maestro de las atmósferas, un cine que no necesita de las palabras, imágenes no verbales de emociones. Tarkovsky había dicho: "un poeta es aquel que usa una sola imagen para expresar un mensaje universal".

Cultura inquieta ...una deliciosa clase de poesía visual 

8 d’octubre del 2016